martes, mayo 17, 2011

CAMBALACHE

“Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente, ya no hay quien lo niegue. Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseados.”

Enrique Santos Discépolo, Cambalache, 1935.

Pasaron ya más de tres cuartos de siglo desde que Enrique Santos Discépolo escribió su famoso tango, en el que retrataba de manera cruda la sociedad de entonces, caracterizada por una marcada inversión de valores. La degradación ética y moral es, efectivamente, y como lo dice la canción, una falta de respeto y un atropello a la razón. “Herida por un sable sin remache ves llorar la Biblia junto a un calefón”, dice al final de una de sus estrofas. En otras palabras, hemos contristado al Espíritu Santo. El relativismo moral producido por la desvalorización de los valores supremos, de la que en su momento hablaron Heidegger y Nietzsche, se ha acentuado con los años y la crisis finalmente está bordeando los límites de la inversión total en nombre de una falsa tolerancia. Leo los artículos de prensa de la semana y me encuentro a un “bloguero” de Semana quejándose de que ya estamos dándole validez al término “más o menos honesto” como si semejante oxímoron fuera legítimo. En otra nota de prensa, el pobre Stephen Hawking cuestiona la existencia de una vida más allá de la vida y caemos en la falacia de darlo como cierto por venir de quien proviene: un “magister dixit”, dirían por ahí. Luego me topo con la defensa vehemente que hace un ex magistrado en la que confronta al Procurador porque la ley debe estar por encima de sus opiniones, así esté en contra de los principios divinos. Por otro lado, cada día más figuras públicas orgullosamente “salen del clóset” y exponen con satisfacción su condición homosexual o bisexual. Se supone que nadie puede erigirse en juez de la moral y que la normalidad es un concepto relativo. Ya no hay un “deber ser” absoluto porque hicimos a un lado los cánones de verdad que nos incomodaban y nos hacían difícil vivir a nuestra manera.

Realmente, sin embargo, el problema no es nuevo. “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”, en toda la extensión de la palabra mundo. La respuesta la dieron hace siglos los apóstoles Pedro y Juan: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hechos 4:19-20, RVR). Prefiero aferrarme a unos valores firmes y absolutos, confiables al 100%, consignados en la Palabra de Dios, así me llamen intolerante, que transar con el mundo, el diablo y la carne para acomodarme a los tiempos. A quienes defendemos los principios firmes que Dios en Su infinita sabiduría consignó en las Escrituras nos llaman “retrógrados”, en el mejor de los casos. Oscurantistas, inquisidores, y otros calificativos semejantes se nos endilgan con frecuencia por no pensar como ahora piensan los demás. Por ir contra la corriente. Por ser idealistas. Pero, sobre todo, por ser obedientes a la Palabra. “He aquí, el obedecer es mejor que un sacrificio, y el prestar atención, que la grosura de los carneros”, dice 1 Samuel 15:22b (LBLA), expresando lo que espera Dios de un corazón que Le ama. Más claramente, en Juan 14:23 el propio Jesús lo expresó así: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos á Él, y haremos con Él morada” (RV 1909).

No quiero hacer parte de este cambalache. Mi moral no se negocia. Mi ética no está a la venta. Mi integridad no tiene precio. Porque amo a Dios sé que la modernidad no significa la aceptación de lo inaceptable. Una conocida versión de las Escrituras se llama “Dios habla hoy”, porque Su Palabra es tan actual ahora como hace dos mil años, pero yo no puedo acomodarla a mi cosmovisión particular ni dejarme llevar por la fuerza de las ideas o de las costumbres prevalentes para cambiar lo que a mi Señor no le agrada. No puedo añadir a mis fallas cotidianas, a los pecados contra los que habitualmente lucho, el de la desobediencia complaciente que cede ante el mundo para ganar favores y evitar disgustos. No quiero quedar bien con todo el mundo si eso implica quedar mal con Dios. Y necesito firmeza para conservar mi integridad.

Hoy quiero hacer mía la petición de David: “Sustenta mis pasos en tus caminos, para que mis pies no resbalen” (Salmos 17:5).

Con todo afecto, después de siete largos meses de silencio,

JORGE HERNÁN