“No es que ya lo haya alcanzado,
ni que ya sea perfecto, sino que sigo adelante, por ver si logro alcanzar
aquello para lo cual fui también alcanzado por Cristo Jesús.”
(Filipenses 3:12, RVC)
Caminamos hacia la perfección, entendida como un estado de madurez
espiritual alcanzado por todo aquel creyente que ha alcanzado un progreso en la
vida cristiana, pero en el sentido estricto no somos perfectos en la misma
forma en que Dios lo es (cfr. Job 11:7). En la medida en que nos revestimos de
la naturaleza de Cristo y el viejo hombre mengua en nosotros, la perfección de
Cristo - a la medida de la estatura de Su plenitud – desplaza de nuestra vida
lo imperfecto de nuestra naturaleza humana. De esta manera podemos cumplir el
llamado de Dios a ser perfectos. No en nuestras fuerzas, no en nuestra carne,
sino a través de la manifestación sobrenatural de la presencia viva del
Espíritu Santo operando en nosotros.
Entre tanto, estamos en proceso. Caminando hacia la meta pero
conscientes de que ese proceso dura toda una vida. Queremos vivir rectamente,
ser intachables, fieles al Señor, íntegros, irreprensibles. Este es el
verdadero sentido de la perfección a la cual aspiramos y que solo es posible
mediante una comunión plena y total con el Señor.
Pero en lo cotidiano aún tenemos fisuras, a veces grietas, incluso
boquetes. Nuestra comunión no es perfecta y por tanto fallamos en la
perfección. Y este es un común denominador para todos los creyentes, sin
importar el estadio en el que se encuentren dentro del proceso de maduración…incluso
para nuestros pastores y líderes. En lo personal, doy gracias al Señor por
haberme dado guías espirituales imperfectos que me han obligado a volver mis
ojos a Dios en lugar de fijarlos en ellos, que están en el mismo camino que yo,
en el mismo proceso, aunque me lleven ventaja. Entiendo que como la perfección
absoluta solo se encuentra en Cristo, solo de Él debo esperarla. De nadie más.
El resto es susceptible de equivocarse, de cometer errores, de defraudar mis
expectativas. La voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, pero eso no
garantiza que la de los hombres lo sea.
Por eso la Palabra nos invita a poner nuestra confianza en Aquel que
nunca falla y nos reprende por centrarla en los seres humanos, por maduros
espiritualmente que sean o parezcan. Cuando nos enfocamos en Él y no en los
hombres, se reduce absolutamente la posibilidad de que terminemos frustrados, y
por lo tanto es necesario que seamos consecuentes con la Escritura y no
confundamos al Creador con Su maravillosa creación. Como dice Darío Silva “El
Señor es mi pastor, el pastor no es mi señor”.
Muchas personas abandonan su iglesia, su fe o su devoción simplemente
por haber esperado la perfección de quienes son tan imperfectos como ellos.
Nuestro deber es orar por nuestros pastores, para que al igual que a nosotros,
el Señor los siga transformando de gloria en gloria y haciéndolos avanzar en el
camino del crecimiento espiritual. Y entender que pueden equivocarse y que
cuando lo hacen necesitan una porción adicional de amor y misericordia de parte
nuestra, en lugar de nuestro juicio.
Hoy alabo al Señor por permitirme entender que solo voy a encontrar en
este camino a un pastor perfecto.
Se llama Jesús de Nazaret.
Bendiciones,
JORGE HERNÁN