"Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no
está en nosotros."
(1
Juan 1:8, RVC)
Negar
la realidad del pecado en nuestras vidas es autoengaño. Lo dice la Palabra y lo
afirma sin matices. Hemos aprendido que Cristo vino para redimirnos, que por
nosotros se hizo pecado y que cargó con nuestros pecados pasados, presentes y
futuros. Pero esto no significa que tengamos licencia para pecar. Pablo lo
expresa de una manera categórica: " Entonces, ¿qué diremos? ¿Seguiremos
pecando, para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera! Porque los que hemos muerto al pecado,
¿cómo podemos seguir viviendo en él?" (Romanos 6:1-2,
RVC). Esto significa que tenemos como creyentes la responsabilidad de
mantenernos atentos siendo instrumentos vivos de justicia y santidad, de
acuerdo con nuestro llamado.
Es verdad que cuando aceptamos genuina y realmente a
Jesucristo como nuestro Señor y suficiente Salvador pasamos de ser pecadores a “santos
que ocasionalmente pecamos” pero no podemos bajar la guardia frente a lo que es
la voluntad de Dios con respecto a nuestro caminar diario, según lo expresa 2
Corintios 7:1 (RVC): “Amados míos, puesto que tenemos tales promesas,
limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, y perfeccionémonos en
la santidad y en el temor de Dios.”
Negamos la realidad del pecado, y por lo tanto, nos
autoengañamos, cuando usamos eufemismos para referirnos a él.
Dicen los estudiosos que el pecado es cualquier
desviación moral por parte del ser humano con respecto a la voluntad revelada
de Dios, que lo lleva a no hacer deliberadamente lo que él ha ordenado con
claridad y precisión, o a realizar lo que específicamente ha prohibido,
constituyendo en todo caso una conducta ofensiva a los ojos de Dios. El pecado
por lo tanto implica el rechazo de la voluntad de Dios, el vivir a espaldas de
Dios, y la disposición que lleva al ser humano a hacer la propia voluntad en
oposición a la de Dios.
Pero
nosotros eludimos el término pecado porque nos incomoda, porque el estilo de
vida mundano lo hace parecer desueto y anacrónico. Porque con la excusa de un
Dios de gracia y amor nos saltamos los principios éticos y morales que no se
acomodan a nuestro pensamiento postmodernista y afirmamos ser genuinos. Decimos
que así somos, que así nos ama Dios, que si pensáramos, habláramos o nos
comportáramos de una manera diferente estaríamos siendo hipócritas…así que
sacamos la bandera de una falsa – y arrogante – autenticidad para excusar
nuestro pecado.
Y lo
llamamos de otras maneras. Es más fácil decir: “me equivoqué”, “la embarré”, “metí
la pata”, “cometí un error”, “tuve un desliz” o utilizar incluso expresiones
coloquiales un poco más gráficas, antes que llamar las cosas por su nombre y
decir a secas: “Pequé”. Y al usar eufemismos contribuimos a profundizar aún más
el autoengaño, porque ya no nos parece tan grave. Y por lo tanto, le restamos
importancia. Le quitamos el efecto nocivo de afectar nuestra relación con Dios,
de poner una barrera entre nosotros y Él, olvidando que para Dios no hay tal
cosa como un pecadito o un pecadillo. Todos se interponen en nuestra comunión
con Él, todos minan nuestra santidad, todos impactan nuestro caminar en Cristo.
La mala
noticia es que para el Señor los eufemismos no son excusa. Ya lo había dicho el
apóstol Santiago: “El que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, comete
pecado” (Santiago 4:17, RVC). Y unas páginas atrás en la Biblia, en uno de sus
confrontaciones con los fariseos, “Jesús les respondió: «Si ustedes fueran ciegos,
no tendrían pecado; pero ahora, como dicen que ven, su pecado permanece.» (Juan
9:41).
El Señor
nos ha entregado su Palabra, y la guía del Espíritu Santo, para discernir lo
bueno de lo malo, para entender lo que le agrada y lo que le ofende. Cuando
pasamos por encima de Su voluntad para imponer la nuestra, lo contristamos
porque le quitamos valor a Su sacrificio en la cruz.
Personalmente me inquieta pensar en todas las
ocasiones en las que he sido laxo con el pecado en mi vida, en las que de una u
otra manera lo he cohonestado, justificado, excusado o simplemente me he “hecho
el loco” mirando para otra parte como si no estuviera allí. Y le pido al Señor sabiduría
y entendimiento para mantenerme alejado de la tentación y recibir de Él el dominio
propio que necesito para reafirmarme en Su camino. Le pido, como el salmista, “Sostén
mis pasos en tus sendas para que mis pies no resbalen.” (Salmos 17:5, RVC).
Dentro del maravilloso regalo que recibí de Dios,
la libertad de elegir, hoy y todos los días de mi vida, tengo la oportunidad y
la posibilidad de tomar decisiones correctas. Y quiero hacerlo.
¿Cuál es tu elección? ¿Cómo vas a vivir la nueva
vida de Cristo en ti enfrentando al pecado?
Bendiciones,
JORGE HERNÁN