"Por lo cual, como dice el Espíritu Santo: Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones,
como en la provocación, en el día de la tentación en el desierto"
(Hebreos 3:7-8)
Podría decir, sin temor a equivocarme, que cada día es una sucesión de lecciones con las que el Señor quiere consolidar nuestro carácter, dirigir nuestra mirada hacia Él atrayéndonos con lazos de amor y enseñarnos vivencialmente cada una de las pautas que están trazadas en Su Palabra.
El problema es que en ocasiones nos falta ser sensibles a Su voz y en otras, cuando la oímos, no abrimos las puertas de nuestro corazón para dejar que Él fluya. En el primer caso el ruido provocado por el enemigo, el del mundo y aún el de nuestra propia carne nos impiden oírlo aún cuando hable a gritos. La verdad es que Dios habla todo el tiempo, así que no escuchar Su palabra solo demuestra nuestra propia limitación para oírlo.
Pero lo más grave es cuando Lo oímos y endurecemos nuestros corazones. El autor de Hebreos recuerda la experiencia del paso por el desierto, cuando los israelitas vieron las obras del Señor durante cuarenta años y, sin embargo, Dios dijo de ellos "no han conocido mis caminos" (v.10) porque lo único que hicieron fue probarlo y tentarlo. Esto ocurre por causa de nuestro egoísmo, que hace que nos auto-justifiquemos y que enfoquemos nuestra vida centrándonos en nosotros mismos en lugar de que Dios sea el eje central de ella. Cuando esto sucede, somos incapaces de reconocer el propósito divino en medio de cada circunstancia y nuestro corazón se inclina a la queja. Desafiamos al Señor en lugar de someternos en amor obediente procurando Su dirección específica. Y al hacerlo, nos perdemos la oportunidad de aprender la lección de vida que Él tiene para nosotros. Por eso es que en ocasiones nos obliga a repetirla una y otra vez, en medio de situaciones diferentes cada vez, hasta que la adversidad ablanda el corazón y por fin comprendemos.
Estoy en proceso continuo de aprendizaje y bendigo a Dios por ello.
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