“Si con toda intención pecamos
después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más
sacrificio por los pecados sino una terrible expectativa del juicio y del fuego
ardiente que devorará a los enemigos de Dios. Cualquiera que desobedece la ley
de Moisés, muere sin falta, siempre y cuando haya dos o tres testigos que
declaren en su contra. ¿Y qué mayor castigo piensan ustedes que merece el que
pisotea al Hijo de Dios y considera impura la sangre del pacto, en la cual fue
santificado, e insulta al Espíritu de la gracia?”
(Hebreos 10:26-29, RVC)
A fuerza de escuchar hablar del infinito amor de Dios, de su inagotable
misericordia y de su incomprensible gracia, hemos perdido de vista la dimensión
de la justicia divina, y hemos olvidado que la gracia es un regalo maravilloso
pero costoso. Viene envuelto en papel teñido por la sangre que Cristo derramó
en la cruz y supone un entendimiento profundo de la obra redentora de Jesús de
Nazaret. No es una carta blanca para la desobediencia, ni mucho menos una
licencia para pecar. El hecho de que Dios es amor no nos puede hacer perder de
vista que también es un Dios justo y celoso, que desea nuestro arrepentimiento,
nos atrae con lazos de amor al camino de la conversión pero quiere que nuestra
entrega a Él sea tan genuina que lo convirtamos en nuestra razón de ser.
Una vida centrada en Dios, fruto de la consagración a Él, es la que
conduce a entender que lo que para nosotros es gratis al Padre le costó la
sangre de Su Hijo amado. Cuando optamos por amar a Dios, Su gracia
verdaderamente nos transforma y nos conduce al camino que lleva a la perfección
en Cristo. El viejo hombre va menguando gradualmente a medida que Jesús crece
en nosotros. Y la nueva naturaleza se hace manifiesta en nuestras obras
(Efesios 2:10), que reflejan el amor de Dios irrigado en nuestras vidas. Como
bien lo dijo Pablo “no es que ya lo haya alcanzado, ni que ya sea perfecto,
sino que sigo adelante, por ver si logro alcanzar aquello para lo cual fui
también alcanzado por Cristo Jesús.” (Filipenses 3:12, RVC). El asunto es que
la salvación a la que tenemos acceso por la muerte sacrificial de Jesucristo en
la cruz del Calvario debe producir en nosotros cambios evidentes. Un creyente
entiende que la obediencia es la expresión externa del amor a Dios y aunque
peque ocasionalmente, la frecuencia del pecado en su vida es cada vez menor.
Dicho de otra manera, un cristiano auténtico NO PUEDE vivir en pecado ni practicarlo
habitualmente. Y si por alguna razón lo hace, debe entender que es víctima de
una atadura o un cautiverio urdido por el enemigo. Y que tiene que pasar por
procesos de sanidad y libertad espiritual para romper las cadenas que lo
limitan.
«Comamos y bebamos, que mañana moriremos.» es un lema que el Señor
condena (cfr. Isaías 22:13 y 1 Corintios 15:32). La gracia de Dios no puede ser
una excusa para la desobediencia. Leo con temor y temblor la cita que encabeza esta
reflexión. Observemos lo que dice el autor de Hebreos sobre la intencionalidad.
Esta palabra está directamente relacionada con lo que jurídicamente se conoce
como “dolo”, que es la voluntad deliberada de cometer un delito a sabiendas de
su ilicitud. En los actos jurídicos, el dolo implica la voluntad maliciosa de
engañar a alguien o de incumplir una obligación contraída. Notemos que en
algunas versiones de la Biblia se habla de deliberación, es decir, del acto
consciente de pecar teniendo claridad sobre lo que implica en términos de
afrentar al Espíritu Santo (cfr. Marcos 3:29, Mateo 12:32 y Lucas 12:10).
De allí el peligro de malinterpretar la gracia de Dios y creer que
podemos pasar del pecado ocasional o esporádico a una vida pecaminosa amparada
en la gratuidad de un cielo que no alcanzaremos si nuestra cotidianidad no
manifiesta un corazón verdaderamente transformado. Aquí el punto no consiste en
tratar de ganarnos la salvación a punta de buenas obras, sino de que estas sean
justamente la expresión palpable y evidente de esa salvación.
Cuando caminamos en Cristo sabemos que nuestra vida requiere ajustes
permanentes. Necesitamos ser cincelados por las manos del Maestro. Y cada día,
cuando vamos a Su gloriosa presencia, debemos pedirle que ilumine aquellas
áreas de nuestra vida que requieren ser trabajadas, que nos dé el
discernimiento y la sabiduría para hacerlo y que nos moldee con amor para
llevarnos a la estatura espiritual que ha designado para nosotros. Pero todo
esto requiere que adquiramos una perspectiva correcta y adecuada sobre la
gracia divina para que no pisoteemos el maravilloso regalo de la salvación.
Bendiciones por montones,
JORGE HERNÁN
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