"Y les dijo: ¿Dónde está vuestra fe? Y atemorizados, se maravillaban, y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?"
(Lucas 8:25, RV60)
De regreso de vacaciones debo abordar una lancha, amplia y cómoda, en la cual se supone que haremos un recorrido de regreso tan tranquilo como el de ida. El viaje inicial, de dos horas, casi ni se sintió, casi todos los pasajeros dormimos la mayor parte del trayecto. Pero ahora es diferente. Apenas trato de conciliar el sueño el mar empieza a picarse y el piloto hábilmente conduce la embarcación de tal forma que agarre las olas de frente. Parece una montaña rusa. Talvez se esperaría que fuera emocionante, pero a mí no me lo parece. Paso rápidamente del cosquilleo en el estómago al ligero temor y salto inmediatamente al terror, casi al borde del pánico. Busco con la mirada a mi esposa y mis hijos, que están sentados en otras partes de la embarcación, pero parecen tranquilos. Incluso mi hija menor está dormida. Algunos pasajeros están firmemente asidos de las sillas que tienen por delante, pero nada más.
¿Y yo? Oro. Fervorosamente, consagradamente, como talvez - debo reconocerlo - no lo hago desde hace tiempo. Lo primero que viene a mi mente es que aún a los hijos de Dios a veces los momentos de oración se nos vuelven rutinarios. Noto que desearía que este fervor me acompañara en mis conversaciones diarias con el Señor. Lo segundo que evidencio es qué bajo está mi nivel de confianza en Él. Le clamo, Le suplico, Le recuerdo todas las promesas bíblicas que vienen a mi mente, trato de hacer valer mi condición de hijo, de creyente, de siervo...pero el mar sigue embravecido.
De repente, siento que Dios empieza a hablar a mi corazón. Me hace caer en la cuenta de que no estoy en medio de una tempestad o de una tormenta, que simplemente el mar se está sacudiendo, y que en mi vida he experimentado - y con toda seguridad voy a vivenciar - tormentas de verdad, mucho más fuertes y espeluznantes. Me recuerda que me ha sacado con bien de todas ellas, y que esta "leve tribulación momentánea" no va a ser la excepción.
Entonces el motor se apaga. Mis pensamientos rápidamente se dispersan, y siento que voy a colapsar. Alguien cruza rápidamente por el pasillo, sube y el motor vuelve a encenderse. Pero en ese minúsculo lapso mi mente elabora toda clase de complicadas películas de ficción sobre lo que será el desenlace. Luego me enteraré de que una maleta se estaba cayendo y apagaron la lancha para poderla acomodar. Pero en ese momento no lo sé, y empiezo a divagar sobre el rol del piloto.
Es ahí cuando el Piloto me recuerda quién tiene el control. Me recuerda una vez más que la nave seguramente se hubiera hundido si yo hubiera estado a cargo. Susurra a mi corazón indicándome que debo tener la plena conciencia, pero también la absoluta certeza, de que puedo y debo descansar en Él. Que en esta experiencia, como en las vividas, como en las que vendrán, es Él quien conduce la nave de mi vida, por supuesto siempre que yo se lo permita. Y que mientras así ocurra, nada tengo qué temer. Me confronta entre la teoría y la realidad y hace aterrizar la verdadera medida de mi fe. Al traer a mi mente los recuerdos de peores tempestades superadas con Su guía y dirección, empiezo a entender el propósito de estos largos minutos en altamar.
El mar se tranquiliza, y arribamos al puerto seguros. Es lo que tiene que suceder siempre, reflexiono mientras desciendo. Y solo le pido al Señor que esta enseñanza se haga vida en mi vida. Por ahora, la comparto contigo.
Bendiciones,
JORGE HERNÁN
(Lucas 8:25, RV60)
De regreso de vacaciones debo abordar una lancha, amplia y cómoda, en la cual se supone que haremos un recorrido de regreso tan tranquilo como el de ida. El viaje inicial, de dos horas, casi ni se sintió, casi todos los pasajeros dormimos la mayor parte del trayecto. Pero ahora es diferente. Apenas trato de conciliar el sueño el mar empieza a picarse y el piloto hábilmente conduce la embarcación de tal forma que agarre las olas de frente. Parece una montaña rusa. Talvez se esperaría que fuera emocionante, pero a mí no me lo parece. Paso rápidamente del cosquilleo en el estómago al ligero temor y salto inmediatamente al terror, casi al borde del pánico. Busco con la mirada a mi esposa y mis hijos, que están sentados en otras partes de la embarcación, pero parecen tranquilos. Incluso mi hija menor está dormida. Algunos pasajeros están firmemente asidos de las sillas que tienen por delante, pero nada más.
¿Y yo? Oro. Fervorosamente, consagradamente, como talvez - debo reconocerlo - no lo hago desde hace tiempo. Lo primero que viene a mi mente es que aún a los hijos de Dios a veces los momentos de oración se nos vuelven rutinarios. Noto que desearía que este fervor me acompañara en mis conversaciones diarias con el Señor. Lo segundo que evidencio es qué bajo está mi nivel de confianza en Él. Le clamo, Le suplico, Le recuerdo todas las promesas bíblicas que vienen a mi mente, trato de hacer valer mi condición de hijo, de creyente, de siervo...pero el mar sigue embravecido.
De repente, siento que Dios empieza a hablar a mi corazón. Me hace caer en la cuenta de que no estoy en medio de una tempestad o de una tormenta, que simplemente el mar se está sacudiendo, y que en mi vida he experimentado - y con toda seguridad voy a vivenciar - tormentas de verdad, mucho más fuertes y espeluznantes. Me recuerda que me ha sacado con bien de todas ellas, y que esta "leve tribulación momentánea" no va a ser la excepción.
Entonces el motor se apaga. Mis pensamientos rápidamente se dispersan, y siento que voy a colapsar. Alguien cruza rápidamente por el pasillo, sube y el motor vuelve a encenderse. Pero en ese minúsculo lapso mi mente elabora toda clase de complicadas películas de ficción sobre lo que será el desenlace. Luego me enteraré de que una maleta se estaba cayendo y apagaron la lancha para poderla acomodar. Pero en ese momento no lo sé, y empiezo a divagar sobre el rol del piloto.
Es ahí cuando el Piloto me recuerda quién tiene el control. Me recuerda una vez más que la nave seguramente se hubiera hundido si yo hubiera estado a cargo. Susurra a mi corazón indicándome que debo tener la plena conciencia, pero también la absoluta certeza, de que puedo y debo descansar en Él. Que en esta experiencia, como en las vividas, como en las que vendrán, es Él quien conduce la nave de mi vida, por supuesto siempre que yo se lo permita. Y que mientras así ocurra, nada tengo qué temer. Me confronta entre la teoría y la realidad y hace aterrizar la verdadera medida de mi fe. Al traer a mi mente los recuerdos de peores tempestades superadas con Su guía y dirección, empiezo a entender el propósito de estos largos minutos en altamar.
El mar se tranquiliza, y arribamos al puerto seguros. Es lo que tiene que suceder siempre, reflexiono mientras desciendo. Y solo le pido al Señor que esta enseñanza se haga vida en mi vida. Por ahora, la comparto contigo.
Bendiciones,
JORGE HERNÁN
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