"No juzguen a nadie, para que nadie los juzgue a ustedes. Porque tal como juzguen se les juzgará, y con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes. ¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no le das importancia a la viga que está en el tuyo?"
(Mateo 7:1-3, NVI)
Releo estas palabras de Jesús, el mismo que en Juan 7:24 nos invita a no dejarnos guiar por las apariencias antes de emitir un juicio, y no puedo dejar de pensar en la facilidad con que nuestros labios se apresuran a proferir juicios acerca de los demás. En su discurso de Juan 12, el Señor mismo nos dijo que no vino a juzgar al mundo sino a salvarlo, pero muchas veces, a medida que van pasando los años y nuestro trasegar cristiano se rutiniza, volvemos a caer en la religiosidad una de cuyas principales medidas es el "dedo acusador".
Contrapuesto a la gracia de Dios y a la invitación viva para entrar en una plena y completa relación de amor con Él, el legalista señala implacable las fallas de los demás y busca desesperadamente las causas de esas fallas. Escarba hasta más allá de lo razonable tratando de encontrar toda clase de pecados en quienes enfrentan momentos de aflicción para buscar en algún recodo del pasado la culpa que explique la situación adversa. En el culto codea a su pareja, a su hijo, a su vecino, cuando siente que las palabras del predicador van dirigidas a él, sugiriendo tácitamente que Dios está hablando para otros, no para él. Cuando escucha hablar de tipologías anormales que indican cómo el hombre se aparta de la voluntad de Dios, se le ocurren rápidamente decenas de ejemplos ajenos. "Buen trabajo", se dice a sí mismo, sonriente, pensando en lo bien que le han salido las cosas por ser como es, por vivir como vive, por actuar como actúa. Autoengañado, haciendo caso omiso de 1 Juan 1:8, se convence a sí mismo de que el pecado es algo que describe la situación de otros, no la de él. En esta condición, el juicio está a flor de labios y no resulta difícil para él juzgar las vidas de los demás o aún remarcarles lo que para él debería ser el camino correcto. No ha entendido la invitación de Cristo, a vivir en la gracia transformadora que es la verdadera generadora de la santificación progresiva y sin darse cuenta se ha venido atribuyendo cosas y bendiciones que nunca fueron obra suya sino de Dios.
Recuerdo claramente un sermón de hace ya como diez años. El pastor, reflexionando sobre su propia vida, decía: "Les digo a los hermanos de esta congregación que me pellizquen para que vean que a mí también me duele". Un fiel siervo de Dios no trata de proyectarse a sí mismo como si estuviera por encima del bien y del mal sino que, por el contrario, enfrenta cotidianamente luchas y batallas que le sirven para crecer y para apoyar a otros que viven dificultades parecidas. Sabe y acepta que hay un propósito detrás de cada situación adversa, y comprende en el fondo de su corazón que aunque a veces surjan a flote la decepción, la rabia y aún la desilusión con el Señor, Su amorosa mano se está moviendo silenciosamente detrás de bastidores, acomodando todo para disponerlo para el bien de quienes Le aman (Romanos 8:28).
Siento que Jesucristo quiere que yo acepte Su invitación de salirme de la esfera del juicio y entrar en la profunda dimensión del amor verdadero. Dios anhela que yo viva intensa pero plenamente y en ese sentido necesito experimentar el dar y recibir amor completamente para poder ser en todos los sentidos un real instrumento de Su gracia. Cuando me comporto religiosamente, en realidad estoy proyectando una hipócrita manera de vivir, y me parezco más a los escribas y fariseos a quienes el Señor fustigó en Mateo 23 que al publicano silencioso de Lucas 18.
Hoy quiero ir delante de la presencia del Señor y pedirle perdón por todas las veces que he juzgado con ligereza, que he estado dispuesto a criticar antes que a servir, que he apuntado inmisericordemente con el dedo señalador en lugar de ofrecer un abrazo restaurador. Necesito que, como decía Juan, yo mengue para que Él crezca en mí. Se tiene que notar que ando con Él.
Jesucristo te está invitando - sí, también a tí - a mirar la vida con nuevos ojos. ¿Quieres hacerlo? Ve a tu lugar secreto y encuéntrate con Él. Solo Jesús puede habilitar en tí los dones que necesitas para que esto se haga realidad.
El amor sobrenatural de Cristo te llene plenamente,
JORGE HERNÁN
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