"Es tal la angustia que me invade, que me siento morir —les dijo—..."
(Mateo 26:38a, NVI)
Releo estas palabras de Jesús y no puedo dejar de pensar cuán identificado me he sentido con ellas en diferentes momentos de mi vida. La versión Reina Valera 1960 habla de una "tristeza de muerte". Ahora mismo tengo el corazón arrugado y si no fuera por la certeza que tengo de que el amor de Dios hacia mí no cambia ni pasa, francamente no tendría ningún asidero.
Dice la Palabra que la tristeza provocada por Dios es la que nos lleva al arrepentimiento y a la transformación. "Pero la tristeza provocada por las dificultades de este mundo, los puede matar" (2 Corintios 7:10b, LBLS). La primera viene de la confrontación, es un toque rudo pero necesario que el Espíritu da a nuestra alma para sacudirnos y mostrarnos la necesidad de cambio. La segunda es el resultado del afán del enemigo para destruirnos encerrándonos en el ambiente gris y tenebroso de la depresión y el abatimiento.
Dice el autor de Hebreos que "es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que por medio de ella han sido ejercitados" (Hebreos 12:11, RV60). Cuando el Señor necesita disciplinarnos sacude nuestro corazón para que reaccione y se vea impulsado a experimentar un proceso de transformación. El fruto, nos asegura la Escritura, será apacible, pero en el entreacto tendremos que enfrentar la sensación de un alma sobrecogida y a veces extremadamente sensible. En este caso Dios no quiere que andemos en círculos, lamentándonos por los errores pasados y culpándonos por no haber pensado, dicho, actuado de otro modo, sino que aprendamos de nuestras equivocaciones para construir un futuro esperanzador, siempre de Su mano. No es fácil, pero tenemos que aprender a vivir a Su manera para poder experimentar la vida en Cristo a otro nivel, renunciando a un control que acaso nunca tuvimos pero cuya ilusión quizás fue la que nos llevó a cometer tantos desatinos.
Por otro lado, está la tristeza del mundo, que se mueve en dos dimensiones: la de la culpa y la de la incapacidad. En la primera, Satanás disimuladamente nos señala con el dedo acusador para sentenciar que somos culpables. No quiere producir arrepentimiento, solo vacío y desazón. Cuando nos sentimos así, podemos incluso llegar a pensar que la muerte sería mejor solución. Nos desesperamos y solo queremos escapar, despertarnos de lo que parece ser una horrible pesadilla. Las imagenes que evocan las consecuencias de nuestro pecado no vienen a la mente para invitarnos a cambiar sino que se clavan como lanzas afiladas que únicamente producen dolor y angustia desgarradora. Es allí cuando empezamos a llover sobre mojado pensando en lo que hubiera podido ser y nos ahogamos en la tormenta de la autorecriminación en lugar de salir a flote buscando la mano amorosa de Aquel que quiere señalarnos el camino de regreso.
En la segunda, simplemente nos sentimos impotentes. Frente al conflicto, frente a las dificultades económicas, frente a la enfermedad, frente a la crisis. Nos paralizamos de terror y no somos capaces de sentir la silenciosa pero siempre presente compañía del Señor que está a nuestro lado listo a pelear la batalla por nosotros. Como a Giezi (en 2 Reyes 6), el criado de Eliseo, nos abruma lo que creemos que es un ejército de problemas indestructible e inderrotable que nos impide ver que la gloria de Dios y Su infinito poder son sustancialmente mayores. De nuevo, la voz del enemigo nos insinúa quedamente que nos resignemos, como si la resignación fuera compatible con la victoria que el Rey quiere darnos. En nuestras pobres fuerzas tratamos inocuamente de luchar contra una realidad que parece aplastarnos, pero olvidamos que la realidad no es la Verdad. La Verdad es Cristo, y solamente en Él se encuentra la solución, como lo dice el viejo himno cristiano.
Tengo el corazón arrugado y, aunque no sé cuál sea el estado de tu alma hoy, puede que te esté pasando lo mismo. Cuando Jesús se sintió morir de la tristeza, fue al huerto de Getsemaní a encontrarse con el Padre y bajó con la fortaleza necesaria para afrontar lo que habría de padecer. El final de la historia ya lo conocemos: en el Calvario la muerte fue derrotada, pues como dice la Biblia: "...y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz." (Colosenses 2:15, RV60).
Creo que no tengo otra opción que ir a Su presencia, necesito ser refrescado, revitalizado, fortalecido, restaurado. Con un corazón contrito y humillado y con la decisión de descansar en Sus manos. Afirmado en la seguridad de que Dios Todopoderoso es el único que puede darle un vuelco a toda circunstancia...
"Cantaré, cantaré un himno de gloria, cantaré al Dios de mi historia, mi máximo amor;
gritaré, gritaré ¡ÉL ES MI VICTORIA!, gritaré ¡MI MÁXIMA GLORIA ES CRISTO MI REY!"
Que mi Señor te inunde con Su Santo Espíritu,
JORGE HERNÁN
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